POR UN CAMBIO EN LA EDUCACIÓN
Queremos que se produzca un cambio en la educación actual, un cambio importante, que nos muestre que lo verdaderamente importante es que los niños sean felices. Para ello, creemos que es de vital importancia una educación centrada en adquirir valores, valores que harán de la futura sociedad un mundo mejor, una sociedad más feliz y más humana. Esto es lo realmente importante, todos los demás conocimientos académicos son algo secundario... ¡¡LUCHAREMOS POR NUESTRO OBJETIVO!!
miércoles, 2 de mayo de 2012
viernes, 24 de febrero de 2012
Aprender para vivir, vivir para aprender
El sentido de la vida, que no consiste en ser el primero de la clase, ni tampoco el último. No consiste en ganar más dinero que nadie ni comprarse la casa más fabulosa del barrio, ni mucho menos ser famoso o envidiado. El verdadero sentido de la vida es abandonar este absurdo mundo siendo unos seres humanos comprensivos, lúcidos, generosos y honestos, unos seres humanos que se dedican a construir y no a destruir, que aman la justicia por encima de cualquier ley y hacen del respeto a los demás un compromiso que no admite fisuras. Y para conseguir todo eso sólo hay un camino: aprender.
Y para aprender sólo hay un rumbo: seguir las huellas de quienes nos precedieron, que a su vez han hecho lo mismo con sus guías y maestros. Aprender de todo y de todos, convertir cada día en una aventura sin límites que nos permita ensanchar hasta hacerlos desaparecer los horizontes de nuestra mente, tejer una telaraña de conocimientos que nos permita entender más y mejor a nuestros semejantes, y, de paso a nosotros mismos. Aprender cada lección que guarda la vida porque cada una de ellas es una marca que nos indica el camino de salida a nuestro laberinto de sentimientos, emociones y pensamientos a la deriva. Aprender para curarnos de la peste de la ignorancia, aprender para retrasar la demolición inevitable de nuestro cuerpo. Aprender para ayudar, desde nuestra necesaria insignificancia, a que la sociedad sea más respirable, menos contaminada por la peste del egoísmo, la codicia y la indiferencia. Y aprender, en fi n y por principio, para poder dejar un legado a quienes nos siguen con las lecciones, muchas o pocas, que dominemos y sintamos como nuestra savia vital.
Estoy usando siempre la palabra «aprender», que es la madre de otra con peor fama entre muchos de los que os sentáis en el pupitre: estudiar. No es lo mismo. Se puede estudiar sin aprender nada. Hace algún tiempo, una chica hizo prácticas de verano en el periódico donde trabajo y nos enseñó sus expediente académico con orgullo: estaba sembrado de sobresalientes y matrículas de honor. Sin embargo, día a día esa aspirante a periodista demostró que lo que había estudiado no servía absolutamente para nada, porque le faltaba aprender las asignaturas que no se imparte en ninguna facultad, y que son imprescindibles para esta profesión, y quizá para todas: curiosidad, ilusión, vocación, espíritu de sacrificio, afán de superación y pasión por la verdad. Ah, y se me olvidaba una de las más importantes: HUMILDAD. Su única aspiración era conseguir discos firmados de los cantantes a los que entrevistaba y, un día más cercano que pronto, presentar algún programa de televisión habitado por la basura del Gran Hermano o los Pocholos, Dinios y Cotos Matamoros de turno. Por supuesto, la chica de la que hablo rechazaba la paciencia como el peaje justo y necesario que hay que pagar para aprender una profesión paso a paso, y deseaba alcanzar sus metas lo antes posible, con lo que semejante estrategia conlleva de falta de escrúpulos y ausencia de respeto hacia sus compañeros. Está en juego algo más que un título universitario al fi nal del camino, y sólo cuando se es consciente de ello se puede dar al estudio el valor que realmente tiene, sin máscaras ni disfraces que sobornen nuestro entendimiento. Estudiar no es un peaje para aprobar los exámenes, librarse del agobio de los padres, tener más paga para el fin de semana o salvaguardar las vacaciones. Estudiar no es memorizar líneas como quien se traga el jarabe que sabe a rayos pero nos curará de la enfermedad, ni mucho menos emprender proyectos que detestamos sólo porque en la desembocadura nos espera la promesa de ganar mucho dinero o la palmadita en la espalda de unos padres empeñados en que sus hijos sigan los pasos que ellos marcan, y no los que sus propias necesidades vitales exigen. Estudiar no es una herramienta que se arroja a un lado cuando pensamos que ya ha cumplido con su función.
Estudiar, cuando nos sirve para aprender, es tan esencial para el ser humano como respirar, un gesto natural e instintivo que nos permite limar nuestras aristas, poner coto a nuestra ignorancia, buscar preguntas que nos permitan administrar las respuestas a las que podemos acceder desde nuestra insignificante presencia en el universo. Nunca podremos ser libres totalmente, porque la vida es como es y viene como viene, pero sí podemos agrandar y trasladar nuestras prisiones gracias a las palancas que ponen a disposición de nuestro entendimiento.
No es fácil, y nunca lo ha sido. La sociedad está montada para meternos prisa por llegar a la cumbre, nos exige decidirnos pronto por lo que queremos ser y hacer, nos pone contra las cuerdas en cuanto subimos al ring para desorientarnos con una oferta masiva de consumo desbocado y anzuelos con los que pescarnos en el río revuelto de las ganancias fáciles y contagiosas. Las empresas se aprovechan de los jóvenes, los gobiernos desconfían de ellos y las pantallas grandes y pequeñas se llenan de una fauna de miserables y carroñeros que, con su griterío ensordecedor y sus cuentas corrientes engordadas por la calumnia y la zafiedad, hipnotizan a una parte de la juventud camelada por el éxito fácil y barato. Los padres, mientras tanto, se mueven entre la confusión que les causan unos hijos a los que no entienden y la confesión de que no saben cómo comunicarse con ellos. Y los profesores forcejean cada día en cada aula por superar la frustración de asistir en primera fi la al tránsito de unas generaciones mal preparadas, indisciplinadas y cargadas de ruido, prisas e indiferencia.
Pero no es menos cierto que hay muchos jóvenes que nos llaman la atención porque luchan por lo que desean desde el silencio respetuoso y la duda combativa, jóvenes que luchan sin malas artes por sus sueños sin pisar a nadie, jóvenes que no malgastan ni un céntimo de la inversión que hacen sus padres en ellos, jóvenes que sacan provecho de todas las experiencias, buenas y malas, para ir aumentando poco a poco sus conocimientos y sus reconocimientos. Porque una de los grandes placeres de aprender es reconocerse, cruzarse en los libros con pensamientos, sentimientos o emociones que parecen escritos para nosotros en particular.
El aprendizaje sirve, entre otras cosas, para que nos conozcamos mejor a nosotros mismos, y al hacerlo iluminamos zonas cada vez más amplias de nuestro interior, entre ellas la que alberga respuestas a esas preguntas que nos atormentan desde muy pronto: qué quiero hacer en la vida, por qué, para qué y cómo. Si aprender es una sucesión inacabable de estaciones, el estudio es la vía que nos conduce a ellas. La independencia intelectual es el único camino que existe para decidir qué modelo de persona queremos adoptar en la vida, y por lo tanto el camino que nos puede conducir a él. Al aprender estudiando, dejamos de ser una mera acumulación de datos envasados al vacío con la simple intención de amasar dinero, y nos convertimos en alguien que aprecia lo que de bueno hay en la Humanidad y que entiende el estudio como un pacto no firmado pero indestructible con nuestra necesidad de pasar por este mundo dejando un huella que otros puedan seguir para aprender lo que nosotros aprendimos.
Tino Pertierra
Autor Literario
CARTA A UN ALUMNO
Hace unos días me dijiste, querido alumno, que era fácil la tarea de un profesor: “sólo tiene que explicar lo que ya sabe”. ¡Ay si tú supieras...!
¿No te he dicho nunca que la mayor parte de lo que te enseño lo aprendí sorteando los obstáculos contigo, creciendo yo también a tu lado?. La Universidad te muestra el sendero; pero el camino sólo se hace al andar.
Lograr que reconozcas los pronombres, que solventes una ecuación, que leas en inglés, o que valores la Ilustración, no me convierte en una buena educadora. En un mundo plagado de información, yo debo contribuir a tu formación.
Para que tú seas justo, yo debo ser ecuánime.
Para que seas tolerante, yo debo ser comprensiva.
Para que seas responsable, yo no puedo ser negligente.
Para que tú aprendas a quererte, yo debo darte ánimo.
Y, por encima de todo, debo ser paciente... ¡Muy paciente!
A veces me insinúas (en voz baja o sin palabras) que sea tu confidente, que interceda por ti o ¿qué sé yo!, porque tú, por pedir, que no quede. De pequeño, te abracé y calmé tu llanto al entrar por vez primera en el aula; al crecer, aumentaron mis exigencias y tus reproches; en la adolescencia, sosegué tu ímpetu; y ahora te encamino hacia más altos vuelos, lejos de mí. Si alguna vez me asalta la tentación de tirar la toalla, viene a mi memoria aquella sentencia implacable del Principito: “Eres responsable para siempre de lo que has domesticado”. ¿Conoces a Khalil Gibran? Es un poeta libanés. Espero no ser presuntuosa si ahora atribuyo a los profesores unas frases que él dedica a los padres: “Vosotros sois el arco desde el que vuestros hijos, como fl echas vivientes, son impulsados hacia lo lejos. Dejad, alegremente, que la mano del Arquero os doblegue. Porque, así como Él ama la fl echa que vuela, ama también la estabilidad del arco y su constancia”. Cuídate mucho, querido alumno, ahora que me dejas, y sabe que tu recuerdo y gratitud son mi mejor recompensa.
Una profesora
Margarita González Canga
Jefa del Departamento de Sociales